Desde
la llegada de los españoles a América, el número de nuevas ciudades fue
en crecimiento constante. La posibilidad de planificar desde el
principio el desarrollo urbano de un territorio hizo posible realizar la
utopía renacentista, que aspiraba a recuperar el plano reticular del
arquitecto griego Hipódamos de Mileto, con calles que se cortan en
ángulo recto y manzanas regulares de casas trazadas «a cordel y regla»,
según dicen las leyes de Indias.
En
todas ellas tuvo una gran importancia la plaza mayor o plaza de armas,
centro político, económico y religioso dentro de la ciudad. Pero la
conquista no solo fue una empresa militar, sino también religiosa.
Al
principio fueron conventos, fundados por órdenes mendicantes, como
franciscanos y dominicos, que, en ocasiones, levantaron «misiones»,
convertidas también en núcleos de población. Tras las primeras décadas
del siglo XVI, plagadas de interesantísimas experiencias
arquitectónicas, se emprende la construcción de catedrales.
Tuvo mucho éxito una planta de salón con columnas y bóvedas a la misma altura (Hallenkirchen),
que se había utilizado en Europa desde los tiempos finales del gótico,
aunque ahora con elementos clasicistas, empleados con cierto anacronismo
y arbitrariedad.
La
más importante fue la catedral metropolitana de Nueva España, en México,
diseñada por Claudio de Arciniega, inaugurada en 1667, aunque se
completó más tarde, con las características fachadas-retablo de las
iglesias americanas, profusamente ornamentadas. En este templo se funde
la planta de salón con la basilical, con cúpula sobre el crucero. Está
dotado de columnas y bóvedas como en Europa, pero realizadas con
materiales autóctonos, más ligeros, que producen un singular espacio
diáfano y escalonado, de una monumentalidad insólita, en una fusión de
culturas que caracteriza todo el arte iberoamericano de la Edad Moderna.
Este
mestizaje estilístico tuvo una de sus más peculiares manifestaciones
artísticas autóctonas en las decoraciones, en las que se emplearon
motivos europeos, como la columna salomónica o el estípite (pilar
formado por troncos de pirámide invertidos), a veces caprichosamente
interpretados, junto a elementos indígenas, como frutos locales, papayas
o plátanos. Muchas de estas decoraciones son espesos estucos que
inundan, en un frenesí de formas que no tiene límites, toda la
superficie arquitectónica, como en la iglesia del convento de Santo
Domingo (1657), en Oaxaca, o la capilla del Rosario, en la iglesia del
convento de Santo Domingo (1690), en Puebla.
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